4 Historias milagrosas de la vida del presidente Nelson

A lo largo de su servicio en la Iglesia, el presidente Nelson ha contado muchas historias de cuando fue testigo del poder de Dios en su vida. Aquí hay algunos de esos momentos, extraídos del nuevo libro Enseñanzas de Russell M. Nelson. Esto forma parte de una serie continua semanal donde destacamos las enseñanzas de nuestro profeta.

"Se me representó una vívida imagen"

Muchos de nosotros hemos tenido experiencias con el sereno poder de la oración. Una de las mías la tuve con el patriarca de una estaca del sur de Utah. Lo conocí en mi consultorio médico, hace más de cuarenta años, durante los días en que la cirugía del corazón estaba todavía en pañales. Aquella bondadosa alma sufría mucho debido a que el corazón le fallaba y me rogó que le ayudara, seguro de que su condición se debía a una válvula cardíaca dañada pero reparable.

Un extenso examen reveló que tenía dos válvulas dañadas, y que aunque una se podía corregir quirúrgicamente, la otra no. Por ese motivo, no era aconsejable una operación. Cuando le di la noticia, se quedó muy decepcionado.

En visitas posteriores recibió el mismo consejo. Al fin, desesperado, me habló con mucha emoción, diciendo: “Dr. Nelson, he orado pidiendo ayuda y he sido guiado para venir a verlo. El Señor no me revelará a mí cómo corregir esa otra válvula, pero puede revelárselo a usted, porque su mente está preparada para ello. Si me opera, el Señor le hará saber lo que debe hacer. Le suplico que me haga la operación que me hace falta a mí y que ore pidiendo la ayuda que usted necesita”.

Su gran fe tuvo un profundo efecto en mí. ¿Cómo podía rehusarme otra vez? Después de ofrecer juntos una oración ferviente, accedí a intentar la operación. Mientras me preparaba para aquel funesto día, oré una y otra vez; pero todavía no sabía qué hacer para arreglar su válvula tricúspide defectuosa. Incluso después de empezar la intervención, mi asistente me preguntó: “¿Qué va hacer para solucionar eso?”.

Le dije que no lo sabía.

Comenzamos la operación y, después de solucionar la obstrucción de la primera válvula, dejamos la otra al descubierto; encontramos que estaba intacta pero tan dilatada que ya no funcionaba como debía. Mientras la examinaba, recibí una clara impresión: Reduce la circunferencia del anillo, y le dije al asistente: “El tejido de la válvula funcionará bien si logramos reducir el anillo a lo más cerca de su tamaño normal que sea posible”.

Pero ¿cómo? No podíamos aplicarle un cinturón similar a los que usamos para ajustar un pantalón que queda grande; no podíamos apretarlo con una cincha como las que se ponen en la montura de un caballo. En ese momento, se me representó una vívida imagen indicándome dónde colocar suturas —con un pliegue aquí y un ajuste allí— a fin de lograr el efecto deseado. Llevamos a cabo la labor tal como se me había dibujado mentalmente. Probamos la válvula y vimos que la pérdida se había reducido en forma considerable. El asistente comentó: “Es un milagro”.

Yo le contesté: “Es una respuesta a la oración”.

El paciente se recuperó rápidamente y su mejoría fue muy satisfactoria; no sólo recibió él una ayuda extraordinaria, sino que también se abrieron posibilidades quirúrgicas para otras personas con problemas similares. No reclamo ningún crédito por ello. La alabanza se acredita al fiel patriarca y a Dios, que contestó nuestras oraciones.

"Sabemos que fuimos protegidos por ángeles"

“El Señor hizo una promesa a aquellos fielmente comprometidos en Su servicio. Él dijo: “Iré delante de vuestra faz. Estaré a vuestra diestra y a vuestra siniestra, y mi Espíritu estará en vuestro corazón, y mis ángeles alrededor de vosotros, para sosteneros” (Doctrina y Convenios 84:88).

La hermana Nelson y yo fuimos beneficiados por esa promesa. En una ocasión (29 de mayo de 2009), fuimos atacados por hombres armados con intenciones maliciosas. Ellos anunciaron su propósito: secuestrarla y matarme. Después de que nos acosaron maliciosamente con esos objetivos malvados, quedaron frustrados por completo. Una pistola en mi cabeza no pudo disparar. Y mi esposa fue repentinamente liberada de su horrible asimiento. Entonces desaparecieron tan rápido como habían aparecido. Fuimos misericordiosamente rescatados de un desastre potencial. Sabemos que fuimos protegidos por ángeles alrededor de nosotros. Sí, la preciosa promesa del Señor había sido invocada a nuestro favor”.

Entre los ángeles literalmente invisibles que han intervenido en nombre del presidente Nelson y los ángeles vivientes que se han puesto en su camino, la vida de nuestro nuevo profeta demuestra el amor de nuestro Padre Celestial y su mano que guía a nuestra Iglesia hoy. (“Mensajeros celestiales,” Conferencia del Condado de Wasatch y de Utah transmitida a 153 Estacas, 14 de septiembre de 2014)

"La hemorragia se había detenido milagrosamente"

En el prefacio de Doctrina y Convenios, aprendemos cuáles son las limitaciones del brazo de la carne: “Lo débil del mundo vendrá y abatirá lo fuerte y poderoso, para que el hombre no aconseje a su prójimo, ni ponga su confianza en el brazo de la carne” (D. y C. 1:19). O sea, parafraseando esa advertencia: aun cuando sean muy instruidos en las vías del mundo, no olviden el poder de Dios.

Hace más de treinta años, mis compañeros de la escuela de medicina y yo aprendimos esa lección de una manera inolvidable. Nunca lo olvidaremos. Nuestra experiencia ocurrió en 1978, en el pueblo de Manzanillo, que está en la costa oeste de México, donde nos encontrábamos con nuestras esposas los miembros de nuestra clase de graduados de 1947 para asistir a un simposio médico.

Una noche, después de terminar las sesiones científicas, súbitamente uno de los doctores enfermó de gravedad; de improviso, comenzó a sangrar profusamente del estómago. Todos lo rodeamos contemplando completamente atónitos cómo fluía de él aquella preciosa sangre de vida. Ahí estábamos, especialistas médicos expertos en diferentes ramas de la medicina, incluso cirujanos, anestesistas e internistas, cada uno con sabiduría obtenida a través de más de treinta años de experiencia. ¿Qué podíamos hacer? El hospital más cercano estaba en Guadalajara, a más de 160 km (100 millas) de distancia. Era de noche. No había aviones disponibles. Imposible pensar en hacer una transfusión de sangre pues no teníamos el equipo que hacía falta. Todo nuestro conocimiento médico combinado no podía detener aquella hemorragia. Nos hallábamos totalmente privados de las instalaciones y del equipo que se precisaba para salvarle la vida a nuestro querido amigo.

El colega así afligido, que era un buen Santo de los Últimos Días, era totalmente consciente de su difícil situación: pálido y demacrado pidió en un susurro que le diéramos una bendición del sacerdocio; varios de nosotros poseíamos el Sacerdocio de Melquisedec y respondimos a su ruego inmediatamente. Se me pidió que sellara la unción. El Espíritu me instruyó para que lo bendijera a fin de que cesara la hemorragia, que él continuara con vida y regresara a su hogar; administramos esa bendición en el nombre del Señor.

A la mañana siguiente, su condición había mejorado; la hemorragia se había detenido milagrosamente y su presión arterial había vuelto a ser normal. Al cabo de dos días, pudo regresar a su casa. Todos nos unimos para agradecer al Señor aquella bendición extraordinaria.

La lección que aprendimos fue sencilla: “Confía en Jehová con todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia” (Proverbios 3:5). Experimentamos eso directamente. Esta doctrina, que se enseña repetidamente en las Escrituras1, se convirtió entonces para nosotros en un conocimiento certero. ("No pongan su confianza en el brazo de la carne", ceremonia de graduación de la Universidad Brigham Young, 23 de abril de 2009)

¡Presencié el poder sanador del Señor!

Jamás olvidaré la experiencia que vivimos mi esposa y yo hace ya tres décadas con el presidente Spencer W. Kimball y su amada esposa Camilla. Nos encontrábamos en Hamilton, Nueva Zelanda, para asistir a una gran conferencia con los santos. Yo no era Autoridad General en aquel tiempo y se me había invitado a participar tanto en ésa como en otras reuniones por el estilo en otras islas del sur del Pacífico mientras era el presidente general de la Escuela Dominical. Y, en calidad de doctor en medicina, atendí al presidente Kimball y a su esposa durante muchos años. Los conocí a los dos muy bien, por dentro y por fuera.

Para esa conferencia, la juventud local de la Iglesia había preparado un programa cultural especial para el sábado al atardecer. Lamentablemente, tanto el presidente Kimball como su esposa se pusieron muy enfermos con una fiebre muy alta. Tras haber recibido bendiciones del sacerdocio, se quedaron a descansar en la cercana casa del presidente del Templo de Nueva Zelanda. El presidente Kimball le pidió a su consejero, el presidente N. Eldon Tanner, que presidiera el espectáculo cultural y pidiese las correspondientes disculpas por la ausencia del presidente Kimball y de su esposa.

Mi esposa fue a la representación con el presidente Tanner y su esposa, y el secretario del presidente Kimball, el hermano D. Arthur Haycock, y yo nos quedamos cuidando de nuestros afiebrados amigos.

Mientras el presidente Kimball dormía, yo leía sin hacer ruido en su habitación. De pronto, el presidente Kimball se despertó y me preguntó: “Hermano Nelson, ¿a qué hora comenzaba el programa de esta noche?”

“A las siete, presidente Kimball”.

“¿Y qué hora es?”

“Casi las siete”, le contesté.

El presidente Kimball se apresuró a decirme: “¡Dígale a la hermana Kimball que iremos!”.

Le tomé la temperatura al presidente Kimball, ¡y la tenía normal! Le tomé la temperatura a la hermana Kimball, ¡y también la tenía normal!

Se vistieron rápidamente y subimos a un automóvil en el que se nos condujo al estadio del Colegio Universitario de la Iglesia de Nueva Zelanda. Al entrar el vehículo en el estadio, el público estalló en una muy fuerte y espontánea ovación. ¡Fue algo muy fuera de lo normal! Tras haber ocupado nuestros asientos, le pregunté a mi esposa a qué se había debido aquella repentina ovación. Me dijo que, cuando el presidente Tanner dio comienzo a la reunión, había pedido las correspondientes disculpas por la ausencia del presidente Kimball y su esposa debido a que se habían puesto enfermos. En seguida, se le pidió a uno de los jóvenes neozelandeses que diese la primera oración.

Con gran fe, dio lo que mi esposa describió como una oración más bien larga pero potente, en la que dijo: “Nos encontramos aquí 3000 jóvenes neozelandeses, tras habernos preparado durante seis meses para cantar y bailar para Tu profeta. ¡Te imploramos que le sanes para que llegue hasta aquí!”. Después de que todos dijeron “amén”, entró en el estadio el automóvil en el que llevaban al presidente Kimball y a su esposa. ¡Los reconocieron de inmediato e instantáneamente les dieron una ovación!.

¡Presencié el poder sanador del Señor! ¡También presencié la revelación que recibió Su profeta viviente y la forma en la que respondió a ella! ("Jesucristo: El Maestro Sanador", Liahona, noviembre de 2005)



Lea más información detallada de nuestro profeta en Enseñanzas de Russell M. Nelson.

Internacionalmente reconocido como cirujano, maestro y hombre de gran fe, el presidente Russell M. Nelson ha dedicado su vida a sanar corazones y ministrar a lo largo de su carrera médica y su servicio a la Iglesia. Este volumen definitivo de sus enseñanzas presenta extractos de sus discursos y escritos que abarcan más de tres décadas como apóstol del Señor, incluidos muchos de su reciente gira mundial y otras direcciones inéditas. Organizadas alfabéticamente por tema, estas enseñanzas sobre más de 100 temas proporcionan un recurso perfecto y fácil de usar para discursos, lecciones y más.


Fuente: Este artículo es un extracto del libro Enseñanzas de Russell M. Nelson y fue publicado en www.ldsliving.com, con el título "4 Miraculous Stories from President Nelson's Life". Traducido por Dastin Cruz para www.mundosion.org

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