El sueño de un apóstol sobre el sufrimiento del Salvador en Getsemaní

Lo siguiente es un relato de Orson F. Whitney publicado en la revista Improvement Era en enero de 1926.

Una noche soñé,  si puede ser llamado sueño, que me hallaba en el huerto de Getsemaní, presenciando la agonía del Salvador. Lo vi tan claramente como veo a esta congregación.  Me hallaba detrás de un árbol, en primer plano, donde podía ver sin ser visto. Jesús, en compañía de Pedro, Santiago y Juan, pasó por una pequeña portezuela situada a mi derecha, y luego de dejar a los tres apóstoles allí y después de decirles que se arrodillaran y oraran, Él se fue hacia el otro lado, donde también se arrodilló y oró. Fue la misma oración con la que todos estamos familiarizados:‘…Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú’.(Véase Mateo 26: 36–44 ; Marcos 14: 32–41; Lucas 22:42).

“Mientras oraba, las lágrimas le bañaban el rostro, que se hallaba en dirección a mí. Tanto me conmovió lo que estaba presenciando, que también lloré, movido por la lástima que en mí provocaba Su gran pesar. Todo mi corazón estaba con Él. Lo amaba con toda mi alma y anhelaba estar con Él como jamás he deseado nada en mi vida.

“Poco después se levantó y caminó hasta donde los apóstoles estaban arrodillados, ¡profundamente dormidos! Los sacudió con dulzura, los despertó y, con un tono de tierno reproche, totalmente desprovisto de la menor intención de ira o reprimenda, les preguntó si acaso no podían velar con Él al menos una hora. Allí estaba Él, con el peso del pecado del mundo sobre Sus hombros, con los dolores de cada hombre, mujer y niño atravesando Su alma sensible, ¡y no podían velar con Él en una mala hora!

“Regresó a su sitio, oró de nuevo y volvió para encontrarlos nuevamente dormidos. Una vez más los despertó, los amonestó y volvió a orar como había hecho antes. Eso sucedió en tres ocasiones, hasta que me familiaricé perfectamente con Su apariencia, Su rostro, Su forma y Sus movimientos. Era de estatura noble y porte majestuoso, para nada el débil y afeminado ser que algunos pintores han retratado, el Dios que fue y es, pero a la vez manso y humilde como un niño.

“De repente, la situación pareció cambiar, la escena se mantuvo igual. En lugar de antes, ahora, ya había tenido lugar la Crucifixión y el Salvador, junto con esos tres apóstoles, se encontraban, en grupo, a mi izquierda. Estaban a punto de partir y de ascender al cielo. Ya no pude soportarlo más; salí corriendo de detrás del árbol, caí a Sus pies, me abracé a Sus rodillas y le supliqué que me llevara con Él.

“Jamás olvidaré la forma tierna y bondadosa en que se inclinó, me levantó y me abrazó. Era tan vívido, tan real, que pude sentir el calor de Su pecho, contra el cual tenía recostada la cabeza. Entonces me dijo: ‘No, hijo mío; ellos han terminado su obra y pueden acompañarme, pero tú debes quedarte y terminar la tuya’. Aún me hallaba abrazado a Él y, con la mirada elevada hacia Su rostro —pues era más alto que yo—, le supliqué de todo corazón: ‘Al menos prométeme que al final iré contigo’. Sonrió dulce y tiernamente y dijo: ‘Eso dependerá totalmente de ti’. Desperté con un sollozo en la garganta, y ya había amanecido”.

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